Me culpé, me culpé como nunca he culpado a nadie más, de la forma más dura, absurda y dolorosa que jamás he visto.
Me culpé primero por no sentirme suficiente para ti, por no ser lo que necesitabas, lo que merecías, por no saber estar a la altura.
Luego empecé a culparme por no saber estar, por no saber hacer las cosas bien, tal y como tú me enseñabas, me exigías. Me culpaba por no querer saber darte aquello que tú me pedías, aquello que tú me hacías creer que necesitabas. Y es que yo aquí, todavía no estaba del todo dentro de la jaula, aún daba pequeños empujones contra la puerta, aún me asomaba.
Después empecé a culparme por ser yo, suena absurdo ¿no? Pero así fue, sentía que yo tenía el problema, que no era capaz de cambiar lo suficiente para ser, ya no alguien digno de estar contigo, sino una persona de provecho. Y es que tú siempre me decías que lo hacías por mi bien, que te lo agradecería, que confiabas en mí, y yo, yo te creía y me castigaba y culpaba por no ser capaz de alcanzar esas metas que tú me imponías.
Poco a poco olvidé quién era yo, qué quería, qué necesitaba... Dejé de pensar en mí, de creer en mí para centrar toda mi fuerza, esa fuerza que anteriormente me había ayudado a luchar contra todo, hacia ti.
Cuando quise darme cuenta estaba demasiado perdida, estaba demasiado ahogada en ti y no me veía capaz de salir de ahí.
Poco a poco me ahogaba más, me perdía más, estaba más cansada, más triste, más dolida.
Empecé a sentirme culpable por haberme dejado tanto, sí, a mí, porque yo siempre luché por mí, yo siempre había sido yo, siempre había confiando en mí, hasta que llegaste tú, y me destruirte una y otra vez y ahí me encontraba yo, cada vez que a ti te apetecía, volviendo a juntar todos esos pedazos e intentando que esta vez tuviesen la forma que tú querías.